La Duquesa de Alba podría ser la última aristócrata de verdad; el último icono de esas señoras de otra época que habitó entre nosotros. El actual Duque de Alba, Carlos Fitz-James Stuart, primogénito de Cayetana, estará este miércoles en Sevilla en la misa homenaje por los diez años de su muerte. El acto, organizado por su hermano Cayetano Martínez de Irujo, se celebrará en la iglesia del Valle, donde descansan las cenizas de la inolvidable Cayetana Fitz-James Stuart. Será un tributo solemne y emotivo, presidido por los ecos de la aristocracia que ella encarnó y por la memoria de una mujer que fue mucho más que títulos nobiliarios: fue libertad en estado puro, un mito que desbordó el protocolo y trascendió su abolengo para fundirse con la vida misma.

Cayetana no era solo la XVIII Duquesa de Alba, sino la última gran dama de un mundo que comenzaba a difuminarse. Su figura parecía sacada de una novela barroca, una mezcla de nobleza rancia y espíritu revolucionario. Acumulaba más títulos que nadie, tantos que la leyenda dice que hasta la reina Isabel II debía cederle el paso en una puerta. Pero el verdadero poder de Cayetana no residía en esos pergaminos. Su auténtica grandeza estaba en su capacidad para vivir la vida con una intensidad que rompía los moldes, mezclando tradición y vanguardia, siendo, al mismo tiempo, una de las nuestras y alguien absolutamente inalcanzable.

Una vida entre Balenciaga y ferias

En los años de su juventud, Cayetana encarnó la perfección aristocrática. Su vida transcurría entre palacios, recepciones y cenas de gala. Fue amiga de Winston Churchill y anfitriona de Jackie Kennedy y Audrey Hepburn. Balenciaga la vistió y Richard Avedon la fotografió para Harper’s Bazaar. Cecil Beaton, el cronista visual de la belleza de su tiempo, captó su porte inigualable para Vogue. Picasso quiso pintarla desnuda, pero su primer marido, Luis Martínez de Irujo, no consintió.

Por los salones de Liria y las Dueñas pasaron reyes, artistas y magnates, pero Cayetana siempre supo que su grandeza no podía encerrarse en la jaula dorada de los convencionalismos. A medida que avanzaban los años, dejó de ser la joven duquesa perfecta para convertirse en una mujer libre, incluso excéntrica, que prefería un kaftán hippie a un vestido de Dior y una sevillana descalza a cualquier vals de corte.

La duquesa y el pueblo

Cayetana nunca fue una figura distante, y quizás por eso Sevilla la adoró como a una hija propia. En las ferias bailaba con la misma gracia que lo hacía en las recepciones oficiales, pero con una sonrisa más ancha y unos zapatos más cómodos. En la Semana Santa se le podía ver emocionada, mezclada entre los devotos, con esa mezcla de elegancia y cercanía que la hacía única.

Cuando se casó por segunda vez, con Jesús Aguirre, un intelectual y exsacerdote que parecía el antítesis de la aristocracia tradicional, Cayetana mostró que el corazón, y no los títulos, dictaba sus pasos. Con él se imbuyó del espíritu rebelde de los años setenta, rompiendo los cánones que ella misma había ayudado a construir. El poder, pensaba, no tiene sentido si no te hace libre, y Cayetana lo ejerció siempre para ensanchar su propia vida y la de los que la rodeaban.